
Premio Nobel de Literatura 2017. Kazuo Ishiguro
- Escrito por JT Espínola
- On 10 noviembre, 2017
La Academia sueca llevaba dos años estirando las fronteras de la literatura al premiar a Dylan, un compositor, y a Svetlana Alexiévich, una periodista. Con Ishiguro, regresa al cauce convencional de la mano de un novelista al que, además, la exitosa adaptación al cine de dos de sus novelas (Lo que queda del día y Nunca me abandones, en sus títulos en la pantalla) le ha permitido llegar a un público masivo.
El jurado ha destacado “sus novelas de gran fuerza emocional que han descubierto el abismo bajo nuestro ilusorio sentido de conexión con el mundo”. Ya desde su primera novela, Pálida luz en las colinas (1982), la prosa de Ishiguro ha explorado los conflictos entre la experiencia y la memoria. Tema que resulta aún más evidente en Los restos del día (1989), su tercera novela, que ganó el premio Booker y en cuya adaptación cinematográfica Anthony Hopkins interpretó al mayordomo que sirve a un aristócrata inglés en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. “En mi carrera he mirado a individuos que sufren enfrentándose a los recuerdos de su pasado, algo aplicable también a las comunidades y a las naciones. Como autor, una de las cosas que me fascinan es determinar cuándo es mejor recordar y cuándo es mejor olvidar”, ha explicado este jueves en Londres.
Nacido el 8 de noviembre de 1954 en Nagasaki (Japón), Kazuo Ishiguro se trasladó a los cinco años con su familia a Surrey, Inglaterra, donde a su padre le ofrecieron un trabajo como oceanógrafo. Su puerta de entrada a la lectura fueron las aventuras del muy británico Sherlock Holmes, que leía de niño en la biblioteca local. Estudió literatura inglesa y filosofía en la universidad de Kent. Después cursó el prestigioso posgrado de escritura creativa de la universidad de East Anglia, donde tuvo de profesores a Malcolm Bradbury y Angela Carter.
Escritor audaz y meticuloso, es autor de siete novelas, que escribe en inglés, todas publicadas en español por Anagrama. La última, El gigante enterrado ,explora también, en esta ocasión desde el género fantástico, cómo la memoria se relaciona con el olvido, la historia con el presente y la ficción con la realidad. También ha firmado libros de relatos y guiones de cine y televisión. Admirador de Dylan, su predecesor en la lista de los Nobel, toca la guitarra y ha escrito letras para el cantante de jazz Stacey Kent.
Sara Danius, secretaria de la Academia Sueca, ha recurrido para describir su estilo a Jane Austen, Kafka y Proust. “Son escritores importantes para mí”, ha admitido Ishiguro. “Pero Charlotte Brontë es la novelista victoriana que más me ha influido. Kafka abrió muchas posibilidades para mí. Una parte de Proust la encuentro aburrida y esnob, pero cuando es bueno es absolutamente increíble”.
Junto a Martin Amis, Ian McEwan, Hanif Kureishi, Salman Rushdie o Julian Barnes, Ishiguro pertenece a la generación de novelistas británicos que, en los años 80 del siglo pasado, renovaron la narrativa anglosajona. Su éxito comercial les proporcionó una popularidad que trascendió los estrechos límites del mundo literario, y que Ishiguro ha tratado siempre de rehuir. No por ello ha dejado de pronunciarse, a través de esporádicos artículos en prensa, sobre temas de actualidad como el Brexit, con el que ha sido muy crítico.
“No soy periodista, mi papel no es comentar la actualidad sino dar un paso atrás”, ha advertido. “Pero estamos en tiempos inciertos. Todos tenemos la responsabilidad de ser parte de lo que pasa en el mundo. Una de nuestras tareas es determinar dónde empiezan y terminan nuestras responsabilidades públicas. Mucha gente ha perdido la confianza y sufre para encontrar su camino. Confío en que la literatura sirva para ello”.
Tras la polémica generada por la Academia Sueca al otorgar el Premio Nobel de Literatura al cantante y compositor Bob Dylan, en esta edición el galardón ha vuelto a las manos de un escritor, el británico Kazuo Ishiguro. De origen japonés, Ishiguro se mudó a Inglaterra a los cinco años y desde las islas británicas, donde cursó estudios de escritura creativa, se convirtió en uno de los autores anglosajones más leídos.
Kazuo Ishiguro tiene el honor de ser el primer escritor en alzarse con el Nobel entre los de la primera y ya célebre lista de la revista Granta de los mejores jóvenes narradores británicos. Fue en 1983, cuando este contaba 29 años. Compartió lista con Shiva Naipaul, el hermano pequeño del Nobel de Trinidad y Tobago, V. S. Naipaul. Shiva desgraciadamente murió prematuramente en 1985, justo cuando su prestigio estaba en alza.
Todo se remonta a 1979, cuando dos jóvenes y aguerridos estadounidenses, Bill Buford y Pete de Bolla se hicieron con la revista literaria estudiantil de Cambridge, cuyo nombre, Granta, evoca el antiguo apelativo del río Cam que discurre por la ciudad. Fue un motín literario de primer orden. Outsiders y además ¡estadounidenses! al mando de una revista británica centenaria en el seno del poder intelectual inglés. Los jóvenes editores pretendían romper con la persistencia de un modelo anticuado y complaciente en la novela inglesa y abrir un diálogo transatlántico con la joven escritura norteamericana que no lograba franquear el muro de las editoriales del Reino Unido. El primer número de esta nueva era se titula La nueva escritura de Estados Unidos y, para añadir leña al fuego, el tercero anuncia con toda audacia ¡La muerte de la novela inglesa! ¿Puede imaginarse cómo sentó semejante atrevimiento?
Fueron, con todo, las esperadas y debatidas listas de narradores publicadas cada decenio con las que la revistaGranta ha destacado mundialmente al descubrir a muchos escritores que se revelarían como las principales voces de su generación. Tras la provocación del certificado de defunción, Granta sugirió una renovación generacional con la selección de 1983, que descubrió además de al flamante Nobel Ishiguro, a Salman Rushdie, Ian McEwan, Martin Amis, Julian Barnes, Rose Tremain, William Boyd, Graham Swift y Pat Barker, entre otros.
Ahí no quedó la cosa: Ishiguro, gracias a su juventud, fue elegido además en la segunda lista que vino 10 años después. En aquella ocasión compartió elenco con Alan Holllinghurst, A .L. Kennedy, Hanif Kureishi, Jeanette Winterson (que este año también apareció en las quinielas para el Nobel) Will Self, Ben Okri, Esther Freud y Lawrence Norfolk.
En su biografía de 1983, del autor se dice que “vive en Londres donde duerme durante el día e ingiere cantidades descomunales de comida de noche”. También que es descendiente de samuráis. Adquirió la ciudadanía británica en 1982, justo a tiempo para ser incluido en la lista del año siguiente.
Granta no solo se ha centrado en la literatura anglosajona. Su conversación también se ha extendido en estos años a Iberoamérica. En el número cuatro publicaron un primer texto traducido del español: La orgía perpetua; Un ensayo sobre la sexualidad y el realismo, de Mario Vargas Llosa sobre Gabriel García Márquez.
En el siguiente, se ofreció un fragmento de Las muertas del mexicano Jorge Ibargüengoitia; en el sexto, un ensayo de Ariel Dorfman y un texto de António Lobo Antunes. Siguieron con Cabrera Infante, José Donoso, García Márquez sobre Cortázar, Carlos Fuentes, Reinaldo Arenas (en el número 13, el cuentoDespués de la Revolución y en el 14, Un poeta en Cuba). Por último, en el 36, titulado Vargas Llosa for President, contenía un reportaje de Sergio Ramírez sobre la muerte del sueño comunista nicaragüense.
El autor de Los restos del día (1989) ha recibido este jueves en Londres a un grupo de periodistas, presa aún del asombro. “Estaba sentado en mi cocina, escribiendo unosmails y preparándome para una comida temprana, cuando me llamó mi agente y me dijo que creía que estaban anunciando que me habían dado el Nobel. Pero en estos tiempos de noticias falsas, no me lo creí hasta que llamó la BBC. Qué quieren, soy un tipo chapado a la antigua”, ha reconocido el autor de 62 años. “Nunca me creí un candidato. Pensaba que era algo que le pasaba a los autores viejos, y esto me ha hecho comprender que ya lo soy. Ha sido una sorpresa genuina. De haberlo imaginado, me habría lavado al menos el pelo, y no habría venido directamente de la cocina a hablar con ustedes”.
El Nobel para Ishiguro constituye una sorpresa, en la medida en que su nombre no figuraba en las quinielas. Es el segundo escritor en lengua inglesa consecutivo que consigue el Nobel, después de Bob Dylan el año pasado. Pero el reconocimiento a Ishiguro será sin duda menos controvertido y, también, menos osado, al tratarse de un autor de amplio reconocimiento que cuenta ya con prestigiosos galardones como el Booker.
Las tres novelas imprescindibles de Ishiguro
‘Los restos del día’ (Anagrama, 1989)
Este es el título que consagró al escritor como uno de los grandes nombres del panorama literario europeo. La trama, ambientada en la Inglaterra de 1956, gira alrededor del viaje que emprende por primera vez en su vida el que ha sido mayordomo de Lord Darlington. Ahora la propiedad del noble está en manos de un norteamericano y este le ofrece su coche al protagonista para que disfrute de unas vacaciones. Jornada a jornada, Ishiguro desplegará ante el lector una novela perfecta de luces y claroscuros, de máscaras que apenas se deslizan para desvelar una realidad mucho más amarga que los amables paisajes que el mayordomo deja atrás.
‘Nunca me abandones’ (Anagrama, 2005)
Con una adaptación cinematográfica que dirigió Mark Romanek en 2010, esta es otra de las grandes historias contadas por el novelista británico por la que, además, fue nominado al premio Booker en el año 2005. Se trata de una ficción distópica que narra el proceso de desarrollo y aprendizaje de una niña, Kathy H., internada en un centro en Inglaterra. En este centro llamado Halisham el lector irá descubriendo que allí todo es una re-presentación donde los jóvenes no saben que lo son, y tampoco saben que no son más que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.
La ciencia-ficción sufrió un extraordinario momento de catarsis en 2005 con la publicación de Nunca me abandones (Anagrama). Con esta novela se pusieron los cimientos para la reedición con nuevos bríos del viejo debate sobre las fronteras del género que, a día de hoy, continúa sin que nada se haya aclarado todavía. Así y todo, la contribución de Kazuo Ishiguro (Nagasaki, Japón, 1954) quedará indeleble en los anaqueles del género por su capacidad para provocar emociones, estimular reflexiones y mostrar nuevos caminos. Además, su magistral uso de la perspectiva, su capacidad para dotar de vida a una voz narradora inusitada, la potencia emotiva de sus sugerencias y ocultaciones a través de un lenguaje sibilino al servicio de una estructura narrativa compleja perfectamente articulada y definida, o un ritmo narrativo capaz de ir impulsándose poco a poco desde lo aparentemente intrascendente hasta la reflexión moral sobre lo trascendental de la vida, hacen de esta novela fantacientífica una rara avis de altos vuelos digna de profundo análisis.
El principal motivo de desconcierto es que, aparentemente, cuando empezamos a leer, nos situamos ante un tipo de texto narrativo conocido: la narradora (Kathy H.) hace memoria de sus recuerdos de juventud, cuando convivía junto a otros jóvenes adolescentes en Hailsham, un centro educativo exclusivo cerrado a los demás pero del que tampoco pueden salir. Sin embargo, con la maduración del argumento y el avance de la trama, Hailsham, sus residentes y sus trabajadores, va tomando una forma más precisa y, con él, también el esquema social y cultural en que encaja, aumentando entonces la estupefacción. Porque no se trata aquí de un centro penitenciario, ni tampoco de una escuela de alto standing, sino de un centro de reclusión de los muchos diseminados por Inglaterra donde se retiene a los clones que, pasado el tiempo, servirán de auxilio a las “personas normales” del “mundo exterior” donando sus órganos y dando su vida.
La dialéctica dentro/fuera (de Hailsham) refleja una reflexión más profunda sobre la aparente lógica separación de clones/humanos y, en último término, sobre la separación no-humanidad/humanidad representativa, respectivamente, de cada uno de ellos. Pero esto es en apariencia. Porque la audacia de la novela se fundamenta, precisamente, en que tanto la trama como los distintos hilos argumentales, y por supuesto la construcción del trío de personajes principal, están orientados a poner en discusión la aparente lógica de esta separación. No sólo por las interacciones entre personajes, donde los sentimientos y las emociones siempre están a flor de piel tanto en su etapa adolescente como adulta, sino por las funciones sociales que el destino escrito a fuego parece depararles (“cuidadores de donantes” o “donantes”). En sus distintas escenas o momentos, a lo largo de todo el libro, la fuerza del debate existencial ante un destino apriorístico e inamovible acongoja y sobrecoge hasta casi la indignación.
Con todo, el manejo preciso del tono narrativo y el perfil perfectamente cincelado de los personajes, aunque en un primer momento nos parezca dar voz a una reivindicación humanística del clon, también consigue sembrar en nosotros la sombra de la duda. Ninguno de los personajes principales alberga ideas o pensamientos de salida o de ruptura respecto a su situación más allá de los cauces oficiales establecidos. Cierto es que se buscan fórmulas para alargar la homeóstasis alcanzada en Hailsham, y se da valor a los reiterados rumores sobre la existencia de ciertos requisitos o fórmulas para extender la llegada del momento en que deban elegir ser “donantes” o “cuidadores”. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, se echa de menos la aparición de emociones lógicas como el miedo o el terror, la agresividad o la violencia. Todo semeja tan melancólico, tan emocionalmente contenido o tan racionalmente coherente que, por momentos, nos transmite sensación de gélida irrealidad.
Por otro lado, la insinuación respecto al ser humano, a la sociedad capaz de conceder tan indigno trato a una forma de vida, se nos revela aquí como la técnica narrativa más potente. El uso del velo permite mostrar con claridad aquello que se quiere que permanezca evidente mientras, al mismo tiempo, se dejan abiertas distintas posibilidades para su desarrollo e interpretación. Y al hacer uso de no pocos velos, dispuestos en capas coherentes en cuanto a su sentido e interés, se acaba imponiendo un ritmo preciso e ideas claras tanto sobre quiénes son los clones y su destino como, en último término, sobre la humanidad capaz de tal tropelía. De hecho, casi desde el principio percibimos el miedo en los custodios de Hailsham, el carácter huidizo o reservado de aquellas “personas normales” que tienen cualquier trato con ellos, hasta el punto de sentir su condición de clon como una seña de identidad, una etiqueta o una carga imposible de revelar salvo a cambio del odio de los Otros.
De tal manera se siente el pánico humano ante los clones que se llega incluso, en una muestra de máxima degradación moral, a utilizar el arte como forma de supervisión y de control mental. Los cuadros o los dibujos de la “Galería”, un muestrario de representaciones mentales que sirven como fórmula de canje para acceder a recursos del exterior, se transforman en una vía para calibrar estados de ánimo, representaciones mentales o ideas inconscientes. Los trabajos sobre filosofía o literatura, ya en una siguiente etapa de madurez, funcionan más como una fórmula de sugestión o de control del estado de ánimo en un tiempo ya inminentemente más cercano a la etapa final de sus vidas. El arte funciona en Nunca me abandones como una navaja de doble filo: capaz de canalizar las emociones más hermosas como de servir al control más abyecto.
Otra posición crítica con la humanidad se nos muestra en la selección de sujetos para la realización del proceso de clonación. En un momento de la novela, los personajes reflexionan sobre el porqué de elegir a prostitutas o a borrachos o a otro tipo de personas desclasadas como base para el proceso de clonación, inculpándose por sus problemas -reales o percibidos- respecto a este origen considerado también por ellos indigno. Reflexión que no es en sí sino una cosificación del ser humano, una reducción de su condición desde sujeto a objeto, simplificando su existencia a una dimensión únicamente material y/o materialista, reduciendo el cuerpo a la condición de interfaz y la vida a la condición de accidente. Ishiguro pone el acento no sólo en la capacidad de la humanidad para deshumanizar al clon en cuanto forma de vida de segunda o en cuanto forma de no-vida, sino también en la cosificación de la humanidad misma al pensarse a sí misma en términos de funcionalidad y utilidad sociológica (sin tal condición, la vida humana pasa a considerarse también una forma de no-vida).
Nunca me abandones nos expone ante estos clones y nos obliga a tomar partido. Una ambigüedad perfectamente calculada y una trama capaz de presentarnos los muchos dilemas contenidos en esta cuestión nos acaba llevando, poco a poco, hacia la definición de una postura. ¿Son estos clones una forma de vida o no?, y si lo son ¿se la podría considerarse una forma de vida humana?, e independientemente de si es humana o no, ¿se merecería cualquier forma de vida un destino como el que nuestra humanidad ha escrito para ellos? Kazuo Ishiguro consigue en esta novela una muestra pura de ciencia-ficción, pues, sin artificios técnicos de ningún tipo, nos expone con crudeza ante un dilema moral de inminente futuro que, no por mucho intentar evitar, acabará siendo imprescindible responder. Literatura con mayúsculas para la ciencia-ficción del futuro.
‘El gigante enterrado’ (Anagrama, 2016)
Esta es la última novela que ha publicado el autor británico hasta la fecha. También está ambientada en Inglaterra, aunque en esta ocasión la acción se traslada a la Edad Media, donde Ishiguro construye una bella narración en la que indaga sobre temas como la memoria, el olvido, los fantasmas del pasado y la sangre y la traición que normalmente conlleva la forja de las patrias. Aunque el ambiente del libro nos traslada a un pasado remoto, el autor trata en él los eternos temas y dilemas que inquietan a los seres humanos.
El Nobel distingue este año a un autor que es escritor de literatura entendida a la vieja usanza, de textos para ser leídos, con miles de lectores, traducido hasta la saciedad y respetado en la sociedad literaria, enemigo de tendencias y contrario a consignas y excipientes, capaz de darle a sus editores lo que quiere que sus lectores lean y no lo que le dicen que sus lectores quieren leer. Y, en efecto, no es que Kazuo Ishiguro no siga las tendencias, ocurre que las sigue a destiempo, las elige cuando no están vigentes y las restituye. Seguramente porque no le interesan como moda, sino como técnica.
No gusta de fórmulas mágicas, ni le apetece clonarse a sí mismo, prefiere el riesgo del desconcierto, de la sorpresa de lo inesperado, y tampoco se siente a gusto anotando en su agenda con antelación la fecha de su nuevo libro, elige entregarlo cuando le viene en gana, arrogándose con todas las de la ley la potestad de publicar cuando tiene algo que contar. Cada novela suya constituye la consagración de un género narrativo distinto, a la vez que es el resultado de un minucioso trabajo de creación que disfruta del virtuosismo técnico: léase narrador no fiable, parodia, hibridismo o maravillosa heterogeneidad en el estilo.
En Un artista del mundo flotante (1986) ejerce de cronista social de la posguerra mundial en su devastada ciudad natal, Nagasaki. Triunfó con Los restos del día (1989), cuando la Generación Granta de sus colegas McEwan, Amis o Barnes triunfaba también, pero él lo logró haciendo trampas con las cartas de la baraja de la convención, y escribió una novela victoriana del siglo XX explicada desde dentro, con sorpresa final, nutritivos aditamentos y un mayordomo, en la pantalla Anthony Hopkins, que no es precisamente el asesino, sino el detective. Jugar con la tradición y ganar de calle. Cuando fuimos huérfanos (2000) es un ejercicio de falsa novela negra, y de nuevo se asoma al texto un detective, aquí un tal Banks que en vez de emular a Sherlock Holmes parece imitar a Indiana Jones perdido en un laberinto kafkiano de mafias chinas, tráfico de opio y el fascismo ascendiendo como las burbujas del champán en un burdel de Shanghái.+
En la narrativa de Ishiguro, las apariencias engañan, apenas sí interesa la trama y lo único que en realidad importa es la construcción de la genuina identidad del protagonista a través de su proceso mental, descrito con precisión jamesiana y capaz de vertebrar la novela. Ejercicios de estilo elevados a la enésima potencia narrativa.
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