
El alma japonesa de Van Gogh
- Escrito por JT Espínola
- On 21 mayo, 2018
La cartas remitidas por Vincent van Gogh a su hermano Theo son un documento histórico porque reflejan sus sueños, necesidades, derrotas y vuelta a empezar. También algunos descubrimientos gozosos. El japonismo es uno de ellos, y el entusiasmo con que el pintor absorbe los temas, estética y técnicas niponas está claro: “El arte japonés es algo así como los primitivos, como los griegos, como nuestros antiguos holandeses, Rembrandt, Hals…”, escribe en julio de 1888. La pasión es recíproca, porque el público japonés predomina en el museo del artista en Ámsterdam, que presenta ahora esa relación con ayuda de los museos Nacional y Metropolitano de Arte de Tokio, y el de Arte Moderno de Sapporo.
Van Gogh y Japón muestra 60 lienzos y dibujos del holandés y 150 de las 660 láminas orientales que coleccionó. Aunque el pintor nunca viajó allí, estudió a fondo el trazo y colorido de los grabados. Copió geishas, kimonos y abanicos hasta desarrollar lo que los expertos denominan “una mirada japonesa”. “Su trabajo es tan sencillo como respirar, y pueden hacer una figura como si estuvieran abrochándose el chaleco”, le dice a Theo en otra misiva. Como puede verse en la muestra en Jardín de ciruelos en Kamata (1857), de Utagawa Hiroshige, uno de los maestros del ukiyo-e, las estampas realizadas con xilografía (impresión con plancha de madera). A Van Gogh la naturaleza le parecía el único lugar habitable, pero no fue el único artista de su época seducido por Japón. En 1854, en el periodo Meiji, la sociedad nipona pasó del feudalismo a abrirse al mundo, y en Europa proliferaron las exposiciones de sus grabados. “Fueron una revelación para los artistas europeos. Él lo idealizó e hizo suyos los motivos representados en su segunda etapa, en Arlés.
Es en esta etapa en la localidad francesa de Arlés sobre la que planea una de las sombras más oscuras de la vida del artista. Allí estaba cuando se cortó la oreja después de un encontronazo con el pintor Paul Gauguin.
El autorretrato de 1889 que le muestra vendado se ha llevado a la exposición desde la Courtland Gallery, de Londres, no había salido de Reino Unido desde 1955. “A pesar de la herida, se retrata con una lámina japonesa detrás, señal de su esperanza en el arte”, explica la experta. Cuelga junto a otro préstamo señalado. De nuevo un Autorretrato, esta vez rapado como un monje budista.
Hokusai, retorno al japonés incansable que fascinaba a Van Gogh
«Si el cielo me deja vivir diez años más, o tan solo cinco… Entonces podría llegar a ser un verdadero pintor». Lo singular de esta petición es que quien la hacía, el japonés Katsushika Hokusai, tenía 90 años y agonizaba en su lecho de muerte en Tokio, entonces Edo, la ciudad donde nació y donde falleció el 10 de mayo de 1849. El artista que esperaba llegar a centenario para mejorar arrasa estos días en Londres, con una exposición en el British Museum, «Hokusai, más allá de la ola», que vende todas sus entradas cada día y estará en cartel hasta el 13 de agosto.
Son 110 trabajos de sus últimos 30 años de vida (tintas sobre rollos de seda, grabados, dibujos de sus libros de manga, tarjetas, pinturas, bocetos…). Muchos tan frágiles que solo pueden exponerse unas horas para que no resulten dañados sus colores vivaces. Una ínfima parte de la obra de un estajanovista que madrugaba mucho, dibujaba hasta la noche y al que se le calculan unos 30.000 trabajos, la mayoría comercial y alimenticia.
Aun así, la muestra supone una oportunidad única de ver en Europa tanta obra reunida del curioso genio japonés que fascinaba a Vincent van Gogh: «Esas olas son como garras, puedes sentir cómo el barco está atrapado en ellas», escribió a su hermano Theo comentando «La gran ola», de 1831, la creación más célebre del japonés, parte de un encargo, una serie de 36 vistas del monte Futji, el volcán sagrado. Al verla en la atestada exposición sorprende su pequeño tamaño folio. Pero resulta emocionante contemplarla y buscar sus matices.
Fervoroso budista
El fervoroso budista Hokusai, cuyo nombre de pila era Takitaro, adoptó ese seudónimo artístico a finales del siglo XVIII. Fue uno de los muchos que empleó, algo que no era raro entre los pintores chinos y japoneses de entonces. En sus últimos años se hacía llamar Gakyo Roijin («El hombre viejo loco por pintar»). Hijo adoptivo de un fabricante de espejos, dibujante excepcional y espíritu risueño, toda la vida vivió agobiado por la sombra de la bancarrota y haciendo frente a encargos sin cuento: tarjetas de recuerdo para efemérides, ilustraciones de poemarios; sus libros de manga, en los que contaba estampas de la vida cotidiana con dibujos en tres tonalidades, láminas eróticas, sus pinturas mayores… Prueba de sus aprietos es que fue vecino de 93 domicilios diferentes.
Vivió en un Japón cerrado al mundo exterior, previo a la apertura de la era Meiji, donde la sociedad se dividía en cuatro estamentos: samuráis, granjeros, artistas y comerciantes. Aun así, entre 1824 y 1826, la Compañía Holandesa de las Indias del Este le encargó una serie de estampas costumbristas sobre Japón. Se cree que aquel contacto le permitió conocer cuadros de pintores holandeses, lo que lo llevó a experimentar con la perspectiva occidental. El resultado fue un cruce pionero entre lo oriental y lo europeo, que lo convirtió en un moderno que encandiló a los impresionistas. También a futuros talentos: Warhol y Hockney admiraban a Hokusai y tras ver la exposición cuesta no sospechar que maestros europeos del cómic como Moebius o Milo Manara lo han fusilado a saco.
Hokusai, llamémoslo así, parece ser que conservó siempre un excelente humor. A los ochenta años decidió dibujar cada mañana un león chino y tirarlo luego por la ventana. Una suerte de exorcismo, que expulsaba a los demonios del hogar y debía traerle esa suerte que siempre le fue esquiva. Su hija, que vivía con él, Oi, también una dotada artista, rescató algunos de aquellos dibujos y es casi mágico poder verlos.
Todo le iba mal a Hokusai. Su primera mujer murió cuando él tenía treinta años. A los 68 perdió a la segunda. También a su único hijo varón, que iba para samurái y era el sustento familiar. Su taller ardió. Pero nunca aflojaron su buen ánimo y sus ganas de trabajar. Una exposición deliciosa.
El amor de Van Gogh por Japón
«Van Gogh se fijó mucho en el arte japonés, sobre todo en la segunda parte de su vida artística. Supo mezclar varios tipos de pintura en un solo cuadro. En 1886, compró una colección japonesa al completo. Esa admiración por Japón es la base de esta exposición», explicó hoy a Efe Louis van Tilborgh, comisario del museo. Lo que más admiraba Van Gogh de los estampados coloridos, tan característicos del arte japonés, eran las composiciones poco convencionales, los planos grandes en colores brillantes y el enfoque en los detalles de la naturaleza. Aprendió a mirar al mundo «con un ojo más japonés» e hizo «pinturas como grabados japoneses», explica el museo, y eso le llevó a trabajar cada vez más en el espíritu del ejemplo oriental, con énfasis en una paleta colorida y audaz. La conservadora holandesa Nienke Bakker explicó que fue Francia la que «cambió el carácter» de la obra de Van Gogh e inició ese «furor» por lo japonés.
En la segunda mitad del siglo XIX, lo japonés también estaba de moda en París y los diferentes pintores comenzaron a descubrir ese «mundo exótico», lo que llevó a muchos a lanzarse a explorar la naturaleza para reflejar el arte japonés. La llegada en 1880 del pintor a Arlés, ciudad francesa situada junto al río Ródano, fue un momento clave, dice Bakker, quien estudió a fondo la vida de Van Gogh. «Nada más llegar a la ciudad, escribió una carta a su hermano Theo para contarle que todo lo que estaba viendo allí es su Japón particular.
Bakker considera que lo reflejado en las pinturas de Van Gogh reflejan «lo que él entendía por Japón» pero que en realidad era una imagen muy idealizada en una etapa en la que el artista «estaba molesto con la humanidad y con el mundo». Una decepción con la vida provocada por una fuerte discusión con el también pintor postimpresionista Paul Gauguin, en diciembre de 1880, que le llevó además a cortarse su oreja izquierda, como quedó reflejado en dos famosos autorretratos.
Precisamente una de las grandes atracciones de la muestra es uno de esos dos cuadros, el «Autorretrato con la oreja vendada» (1889), que no había abandonado la Courtauld Gallery de Londres desde 1930.
«A pesar de su pelea con Gauguin y su desilusión con el mundo, Van Gogh seguía encontrando refugio en su ideal de vida japonesa, y eso lo muestra en los últimos cuadros que pintó».Algo que se refleja en esta exposición de Ámsterdam, que cuenta con préstamos de museos y coleccionistas privados de todo el mundo, entre ellos el Instituto de Arte de Chicago, el Museo de Arte de Cincinnati, y el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, todos ellos en Estados Unidos.
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