
Descubriendo a Edgar Allan Poe (Parte 1)
- Escrito por JT Espínola
- On 28 junio, 2018
Infancia
Edgar Poe, más tarde Edgar Allan Poe, nació en Boston el 19 de enero de 1809. Nació allí como podría haber nacido en cualquier otra parte, al azar del itinerario de una oscura compañía teatral donde actuaban sus padres, y que ofrecía un característico repertorio que combinaba Hamlet y Macbeth con dramas lacrimosos y comedias de magia. Su sangre inglesa y norteamericana (todavía la misma, aunque se repelieran políticamente) le llegaba doblemente debilitada e impura por la mala salud de sus padres, tuberculosos ambos. David Poe, actor insignificante, sale rápidamente del escenario: murió quizá abandonó a su mujer y a sus tres hijos, el último por nacer. Mrs. Poe debió dejar al mayor en casa de unos parientes y trasladarse al Sur con Edgar, que apenas tenía un año, para seguir actuando en el teatro y ganar algún dinero. En Norfolk (Virginia) nació Rosalie Poe; y si su madre había reaparecido en las tablas apenas tres semanas después de nacido Edgar en Boston, así se la vio en escena muy poco antes de dar a luz a Rosalie.
La miseria y la enfermedad la doblegaron pronto en Richmond, donde la caridad de sus admiradores teatrales, en su mayoría damas, alivió en parte sus sufrimientos. Edgar se encontró huérfano antes de cumplir tres años; la noche en que su madre murió en una miserable habitación, dos señoras caritativas se llevaron los niños a sus casas.
El carácter del poeta no puede ser comprendido si se descuidan dos influencias capitales en su infancia: la importancia psicológica y afectiva que tiene para un niño saber que carece de padres y que vive de la caridad ajena (caridad sumamente peculiar, como se verá), y la residencia en el Sur. Virginia, en aquella época, representaba el espíritu sureño mucho más de lo que una ojeada casual al mapa de Estados Unidos haría suponer. La llamada «línea de Mason y Dixon», que marcaba el extremo meridional de Pensilvania, valía también como límite del «Norte» y el «Sur», de las tendencias que pronto fermentarían en el abolicionismo y el régimen esclavista y feudal sureño. Edgar Poe creció como sureño, pese a su nacimiento en Boston, y jamás dejó de serlo en espíritu. Muchas de sus críticas a la democracia, al progreso, a la creencia en la perfectibilidad de los pueblos, nacen de ser «un caballero del Sur», de tener arraigados hábitos mentales y morales moldeados por la vida virginiana.
Otros elementos sureños habrían de influir en su imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un folklore donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo sobrenatural sobre el cual hay un temprano anecdotario. John Allan, su casi involuntario protector, era un comerciante escocés emigrado a Richmond, donde tenía en sociedad una empresa dedicada al comercio del tabaco y otras actividades curiosamente disímiles, pero propias de un tiempo en que los Estados Unidos revistas británicas, y en las oficinas de Ellis & Allan el niño Edgar se inclinó desde temprano sobre los magazines trimestrales escoceses e ingleses y trabó relación con un mundo erudito y pedante, «gótico» y novelesco, crítico y difamatorio donde los restos del ingenio del siglo XVIII se mezclaban con el romanticismo en plena eclosión, donde las sombras de Johnson, Addison y Pope cedían lentamente a la fulgurante presencia de Byron, la poesía de Wordsworth y las novelas y cuentos de terror. Mucho de la tan debatida cultura de Poe salió de aquellas tempranas lecturas.
Sus protectores no tenían hijos. Frances Allan, primera influencia femenina benéfica en la vida de Poe, amó desde el comienzo a Edgar, cuya figura, bellísima y vivaz, había sido el encanto de las admiradoras de la desdichada Mrs. Poe. En cuanto a John Allan, deseoso de complacer a su esposa, no puso reparos a la adopción tácita del niño; pero de ahí a adoptarlo legalmente había un trecho que no quiso franquear jamás. Los primeros biógrafos de Poe hablaron de egoísmo y dureza de corazón; hoy sabemos que Allan tenía hijos naturales y que costeaba secretamente su educación. Uno de ellos fue condiscípulo de Edgar, y Mr. Allan pagaba trimestralmente una doble cuenta de gastos escolares. Aceptó a Edgar porque era «un espléndido muchacho», y llegó a encariñarse bastante con él. Era un hombre seco y duro, a quien los años, los reveses y finalmente una gran fortuna volvieron más y más tiránico. Para desgracia suya y de Edgar, sus naturalezas divergían de la manera más absoluta. Quince años más tarde habrían de chocar encarnizadamente, y ambos cometerían faltas tan torpes como imperdonables.
A los cuatro o cinco años, Edgar era un hermoso niño de rizos oscuros, de grandes y brillantes ojos. Muy pronto aprendió los poemas al gusto del día (Walter Scott, por ejemplo), y las damas que visitaban a Frances Allan a la hora del té no se cansaban de oírle recitar, grave y apasionadamente, las extensas composiciones que se sabía de memoria. Los Allan cuidaban inteligentemente de su educación, pero el mundo que lo rodeaba en Richmond le era tan útil como los libros. Su mammy, la nodriza negra de todo niño de casarica en el Sur, debió de iniciarlo en los ritmos de la gente de color, lo que explicaría en parte su interés posterior, casi obsesivo, por la escansión de los versos y la magia rítmica de El cuervo, de Ulalume, de Annabel Lee. Y además estaba el mar, representado por sus embajadores naturales, los capitanes de veleros, que acudían a las oficinas de Ellis & Allan para discutir los negocios de la firma, y que bebían con los socios mientras narraban largas aventuras.
Un barco más tangible habría de mostrarle pronto el prestigio de las singladuras, los atardeceres en alta mar, la fosforescencia de las noches atlánticas. En 1815, John Allan y su mujer se embarcaron con él rumbo a Inglaterra y Escocia. Allan quería cimentar de manera más amplia sus negocios y visitar a su numerosa familia. Edgar vivió un tiempo en Irvine (Escocia) y luego en Londres. De sus recuerdos escolares entre 1816 y 1820 habría de nacer más tarde el extraño y misterioso escenario inicial de William Wilson. También el folklore escocés influiría en él. Como previendo el ansia de universalidad que habría de tener algún día, las circunstancias lo enfrentaban con paisajes, fuerzas, humores distintos. Agradecido, aunque ya con una sombra de desdén, él no perdió nada. Un día habría de escribir: «El mundo entero es el escenario que requiere el histrión de la literatura.»
La familia volvió a Estados Unidos en 1820. Edgar, en la plenitud de su infancia, desembarcaba robustecido y avispado por su larga permanencia en un colegio inglés, donde los deportes y la rudeza física eran más importantes que en Richmond. Por eso lo vemos muy pronto capitanear a los camaradas de juego. Salta más alto y más lejos que ellos, y sabe dar y recibir una paliza según sople el viento. No hay todavía en él signos que lo distingan de los otros chicos, salvo, quizá, que le gusta dibujar, que le gusta juntar flores y estudiarlas. Pero lo hace un poco a escondidas y pronto vuelve a los juegos. Protege al pequeño Bob Sully, lo defiende de los muchachos más grandes, lo ayuda en sus lecciones.
A veces desaparece durante horas, entregado a una tarea misteriosa: escribe secretamente sus primeros versos, los copia con bella letra, los atesora. Todo esto entre dos rebanadas de mermelada.
Adolescencia
Hacia 1823 ó 1824, Edgar pone todas las fuerzas de sus quince años en esos versos. Algunas jovencitas de Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de cierta elegante escuela; su hermana Rosalie —adoptada por otra familia de Richmond— se encarga de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el precoz enamorado tiene tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron, modelo de todo poeta joven enasta década, lo inducía a emularlo en todos los terrenos. Ante la estupefacción de camaradas y profesores, Edgar nadó seis millas contra la corriente del río James y reconvirtió en el efímero héroe de un día. Su salud era entonces excelente, después de una infancia algo enfermiza; y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la violencia que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los caminos y a no tolerar competidores.
En aquellos días conoció a «Helen», su primer amor imposible, su primera aceptación del destino que habría de signar toda su vida. Decimos aceptación, y será mejor explicarse desde ahora. «Helen» es la primera mujer —en una larga galería— de quien Edgar Poe habría de enamorarse sabiendo que era un ideal, sólo un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y no meramente una mujer conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus condiscípulos, se le apareció como la personificación de todos los sueños indecisos de la infancia y las ansiosas vislumbres de la adolescencia. Era hermosa, delicada, de maneras finísimas. «Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas nativas», escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su encuentro fue para Edgar el arribo a la madurez. El adolescente que acudía a casa de su condiscípulo sin otro propósito que el de jugar, fue recibido por la Musa. Esto no es una exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer que le daba su mano a besar, sin comprender lo que ese gesto valía para él. Ignorándolo, «Helen» le exigió que ingresara definitivamente en la dimensión de los hombres. Edgar aceptó, enamorándose. Su amor fue secreto, perfecto y duró lo que su vida, por debajo o por encima de muchos otros.
La crisis había madurado lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su «madre» y su bondadosa «tía», y el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por aquellos días el marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus antiguas hazañas. Edgar y sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir honores al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía vorazmente lo que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo. Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las palabras del comerciante.
Refugiado en casa de los Allan (que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era su casa), poco consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre tiernamente, pero empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba cada día más severo y Edgar cada día más rebelde. Quizá entonces se enteró el niño de que su protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería adoptado legalmente. Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació de su cólera por la ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. También ésta lo supo y debió de confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. A esta crisis se agrega el que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario al heredar la fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus posibilidades de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido todavía más. Y su especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente. Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a saber lo que es tener un poeta —o alguien que quiere llegar a serlo— en casa. Su intención era hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No hay necesidad de abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques futuros.
Edgar había crecido, y sus actividades «militares» lo habían aguerrido e independizado aún más. La anómala situación del hogar de los Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y sus diálogos eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre de su «madre» Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno replicar con algo capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue esa réplica: una velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la verdadera paternidad de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede imaginarse la reacción de éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía demasiado fuertes, y hubo otro intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos tiempos. Pero ahora el amor era matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión compatible entonces con una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la idea de que Edgar llegara a casarse con Elmira, y además había que pensar en su ingreso en la Universidad de Virginia.
Sin duda habló con Mr. Royster, y de esa conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr. Shelton, que correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los Allan y los Royster se hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Edgar sedes pidió de Frances y John Allan en febrero de 1826. En el camino confió una carta para Elmira al cochero que lo llevaba a Charlottesville; fue probablemente el último mensaje que aquélla alcanzó a recibir de él. De la vida estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta. Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia, seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar.
A Edgar le ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba determinadas exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a «casa» pidiendo pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse.
Como estudiante, Edgar fue todo lo sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de sus condiscípulos lo muestran dominando intelectualmente aquel grupo de jeunesse dorée virginiana. Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de profesores y condiscípulos. Lee, infatigable, historia antigua, historia natural, libros de matemáticas, de astronomía y, naturalmente, a poetas y novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes el clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna francachela en las tabernas de los aledaños. El estudio, el juego, el ron, las fugas, todo es casi lo mismo. Cuando las deudas de juego alcanzaron una cifra exasperante para John Allan y éste se negó una vez más a pagarlas, Edgar tuvo que abandonar la Universidad. En aquel entonces una deuda podía llevar a cualquiera a la cárcel o, por lo menos, vedarle el reingreso al Estado donde la había contraído.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan cariñosa como siempre, pero el «querido papá» (como le llamaba Edgar en sus cartas) ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan de alejar prudentemente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la Universidad y a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de estudiar Leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó todo una noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado. Su «madre» le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había supuesto.
Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia. Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor le permitió publicar Tamerlán y otros poemas, su primer libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir que el libro no se vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía, melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el material para el futuro Escarabajo de oro, aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en la Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
Juventud
El soldado Edgar A. Perry —pues con ese alias se había enganchado— se condujo irreprochablemente en las filas y no tardó en ser ascendido a sargento mayor. El tedio insoportable de aquella mediocre compañía humana, con la cual se veía obligado a alternar y su invariable resolución de consagrarse a la literatura, para la cual requería tiempo, bibliotecas, contactos estimulantes, lo forzaron finalmente a reanudar relaciones con John Allan. Poe se había alistado por cinco años y aún le faltaban tres; pidió entonces a Allan que escribiera a sus jefes manifestando su conformidad en caso de que lo relevaran de su puesto. Allan no le contestó, y poco después Edgar fue transferido a Virginia. Muy cerca de su casa, ansioso por ver a su «madre», cada vez más enferma, comprendió que Allan no toleraría su baja si continuaba hablando de una carrera literaria. Optó entonces por un compromiso momentáneo, pensando que quizá Allan apoyara su ingreso a la academia militar de West Point. Era una carrera, y una bella carrera. Allan aceptó. Pero en aquellos días Poe iba a sufrir el segundo gran dolor de su vida. «Mamá» Frances Allan murió mientras él estaba en el cuartel; un mensaje de Allan llegó demasiado tarde para cumplir la voluntad de la moribunda, que había reclamado hasta el fin la presencia de Edgar. Ni siquiera le fue dado a éste ver su cadáver. Frente a su tumba (tan cerca de la de «Helen», tan cerca ambas en su corazón), no pudo resistir y cayó inanimado; los criados negros debieron llevarlo en brazos hasta el carruaje.
El ingreso de Edgar en West Point fue precedido por una visita a Baltimore en busca y reconocimiento de su verdadera familia, que, frente a la mala voluntad de su guardián, asumía para él una importancia creciente. Implacable en su secreta decisión, buscaba asimismo publicar Al Aaraaf, largo poema en el cual depositaba infundadas esperanzas. Puede decirse que es éste un momento crucial en la vida de Poe, aunque sus biógrafos no lo hagan notar quizá porque no es dramático ni teatral como tantos otros. Pero en mayo de 1829, solo, con el escaso dinero que le ha dado Allan para vivir y tramitar el no fácil ingreso a West Point, Edgar se lanza a establecer los primeros contactos sólidos con editores y directores de revistas. Como era de suponer, no pudo editar su poema por falta de fondos. En medio de las más angustiosas apreturas, acabó yéndose a vivir a casa de su tía María Clemm, donde también residían Mrs. David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs. Clemm, Henry y la pequeña Virginia, que habría de constituir el complejo y jamás resuelto enigma de la vida del poeta.
Satisfecho en este terreno, Edgar volvió a Richmond para esperar en casa de John Allan —que todavía era «su» casa— la hora del ingreso en West Point. Resultaba difícil imaginar la actitud de Allan en estas circunstancias; se había negado a financiar la edición de los poemas, pero los poemas aparecían a pesar suyo. Edgar hablaría, sin duda, de sus esperanzas literarias y distribuiría ejemplares del libro a sus amigos virginianos (que noentendieron palabra, incluso los de la Universidad). Por fin, alguna referencia de Allan a la «holgazanería» de Edgar provocó otra violenta querella. Pero en marzo de 1830, Poe fue aceptado en la academia militar; a fines de junio aprobaba sus exámenes y pronunciaba el juramento de ingreso. Huelga decir con qué tristeza debió de entrar en West Point, donde le esperaban actividades aún más penosas y desagradables para él que las simples tareas del soldado raso. Pero la alternativa era la misma que tres años antes: o la «carrera» o morirse de hambre. El prestigio pasajero de las galas militares había terminado con la adolescencia.
Edgar sabía de sobra que no estaba hecho para ser soldado, ni siquiera en el orden físico, porque su excelente salud de los quince años empezaba a resentirse tempranamente, y el entrenamiento severísimo de los cadetes no tardó en resultarle penoso, casi insoportable. Pero su cuerpo obedecía en gran medida al desgano, a la tristeza que lo invadía en un ambiente donde pocos minutos diarios podían consagrarse a pensar (a pensar fuera de los textos, es decir, a pensar poesía, a pensar literatura) y a escribir. John Allan, por su parte, iba a seguir la misma línea de conducta que en la etapa universitaria; pronto descubrió Edgar que no recibiría dinero ni para sus gastos más indispensables. Inútil quejarse por carta, mostrar que estaba haciendo el ridículo ante sus camaradas, provistos de fondos.
Edgar se refugió entonces en el prestigio que le daba el ser un «viejo» al lado de sus bisoños compañeros, y en su facilidad para mentir imaginarios viajes, aventuras novelescas que muchos creyeron y que plagarían medio siglo después tantas biografías del poeta. Su orgullo, su humor sardónico, lo ayudaron no poco, pero estos rasgos tienen sus desventajas,y él lo supo pronto. Ahogado por la atmósfera vulgar, ramplona, carente hasta la náusea de imaginación y capacidad creadora, se defendió encerrándose, meditando ya los elementos de su futura poética (con gran ayuda de Coleridge). Entretanto, le llegaron desde «casa» noticias del segundo matrimonio de John Allan y comprendió, ya sin sombra de engaño, que toda esperanza de una futura protección debía ser abandonada. No se equivocaba: Allan habría de tener los hijos legítimos que deseaba, y la nueva Mrs. Allan se mostró desde el primer día hostil hacia el desconocido «hijo de actores» que estudiaba en West Point
Edgar había calculado cumplir el curso en seis meses, confiando en su preparación universitaria y militar precedentes. Pero, una vez en la academia, descubrió que ello imposible por razones administrativas. No debió de vacilar mucho. Escéptico por lo que concernía a Allan, poco podía importarle que éste se disgustara o no de su decisión, y decidió hacerse expulsar, única forma posible de salir de West Point sin violar el juramento pronunciado. Fue muy simple; como era alumno brillante, eligió la parte disciplinaria para ponerse en falta. Sucesivas y deliberadas desobediencias, tales como no concurrir a clase o a los servicios religiosos, le valieron una expulsión en regla. Pero antes, y dando una de sus raras muestras de auténtico humor, Poe había conseguido, con ayuda de un coronel, que los cadetes costearan por suscripción su nuevo libro de versos, compuesto durante la breve permanencia en West Point.
La ruptura con Allan parecía definitiva y se complicó por un grave error de Edgar, quien, en un momento de ofuscación, había escrito a uno de sus acreedores excusándose por no pagar a causa de la tacañería de su tutor, y agregando que éste estaba pocas veces sobrio. La afirmación, indudablemente calumniosa, llegó a manos de Allan. Su carta a Edgar se ha perdido, pero debió de ser terrible. Edgar le contestó ratificando su aseveración y vertiendo por fin toda su amargura, sus reproches y su desesperanza. El 19 de febrero de 1831 se embarcaba, envuelto en su capa de cadete, que lo acompañó hasta el fin de sus días, rumbo a Nueva York y a sí mismo.
En marzo, hambriento y angustiado, pensó en engancharse como soldado en el ejército de Polonia, sublevada contra Rusia. Su solicitud no tuvo éxito, y entretanto apareció su primer libro importante de poemas, «respetuosamente dedicado al colegio de cadetes». Edgar Poe está ya allí de cuerpo entero. En esos versos (que sufrirán más adelante infinitas modificaciones) los rasgos centrales de su genio poético brillan inequívocos —salvo para los escasos críticos que se ocuparon entonces del volumen—. La magia verbal donde, por lo menos en lo que a su poesía se refiere, se ahínca lo más asombroso de su genio, irrumpe como portadora de un oscuro mensaje lírico, sea el de los poemas amorosos en que desfilan las sombras de Helen o de Elmira, sea el de los cantos metafísicos y casi osmogónicos. Cuando Edgar Poe volvió a Baltimore perseguido por el hambre y se refugió por segunda vez en casa de Mrs. Clemm, llevaba en el bolsillo la prueba palpable de que su decisión había sido justa y de que, al margen de todas las debilidades, los vicios y as flaquezas, había sido y era «fiel a sí mismo», por más caras que fuesen las consecuencias presentes y futuras.
A poco de llegar a Baltimore, murió su hermano mayor, y Edgar pudo instalarse y trabajar con relativa comodidad en la buhardilla que había compartido con el enfermo. Su atención, hasta entonces dedicada íntegramente a la poesía, va a volverse hacia el cuento, género más «vendible» —lo cual en esos momentos constituía un argumento capital—, y que interesaba además como género literario al joven escritor. Poe advirtió muy pronto que u talento poético, debidamente encauzado, podía crear en el cuento una atmósfera especialísima subyugadora, que él debió de atisbar el primero con irreprimible emoción. Todo estaba en no confundir cuento con poema en prosa, y sobre todo no confundir cuento con fragmento novelesco. No era Edgar hombre de incurrir en esos fáciles errores, y su primer relato publicado, Metzengerstein, nació como Palas armado de punta en blanco con todas las cualidades que habrían de alcanzar perfección unos años después.
Al criticar la formación literaria y cultural de Poe no debería olvidarse que en los años 1831 y 1832, cuando su carrera de escritor quedó definitivamente sellada, Edgar trabajaba acosado por el hambre, la miseria y el temor; el hecho de que pudiera seguir adelante y remontar día a día nuevos peldaños hacia su propia perfección literaria prueba toda la fuerza que habitaba en de la cuenta (aunque para él la menor dosis era siempre fatal). Habíase enamorado de Mary Devereaux, joven y bonita vecina de los Clemm. Para Mary, el poeta representaba el misterio y, en cierto modo, lo prohibido, pues corrían ya rumores sobre su pasado, en gran medida sembrados por él mismo. Y además, Edgar tenía esa presencia que habría de subyugar siempre a las mujeres que cruzaron por su vida. La misma Mary, muchísimos años después, lo recordaba así: «Mr. Poe tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura, cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes.
Con semejante retrato no sorprenderá que la niña quedara fascinada por su cortejante. El idilio duró apenas un año, y la gazmoñería de la época hizo lo suyo. «Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las humanas», dirá Mary en sus recuerdos de vejez. Mr. Poe era celoso y provocaba violentas escenas. Mr. Poe se propasaba. Mr. Poe se consideró ofendido por un tío de Mary, que se inmiscuía en su noviazgo, y, luego de comprar una fusta, fue a buscar a dicho caballero y le dio de latigazos. Sus parientes contestaron golpeándolo y desgarrándole de arriba abajo la chaqueta. La escena final es digna de la mejor escena romántica: Mr. Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una turba de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su casa y acabó tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo esto!» Pero la anécdota es importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas destrozadas, perdido todo dominio de sí mismo; se exhibe al desnudo, como tantas veces más adelante, en un patético testimonio de su fundamental inadaptación a las leyes de los hombres. La familia de Mary hizo el resto, y Mr. Poe perdió a su novia. Consuela pensar que no lo lamentó demasiado.
En julio de 1832, Edgar supo que John Allan había hecho testamento y que estaba gravemente enfermo. Fue inmediatamente a Richmond, por razones donde el interés y los recuerdos del pasado se mezclaban confusamente. Nadie lo había invitado, pero él llegó tempestuosamente y se coló de rondón, dándose de boca con la segunda Mrs. Allan, que no tardó en hacerle entender que lo consideraba un intruso. No es difícil imaginar la violenta reacción de Edgar bajo ese techo que guardaba el recuerdo de su «madre» y toda su infancia. Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable, sobre todo porque no tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en el preciso momento en que aquél, presurosamente reclamado, acudía con el estado de ánimo imaginable. La visita acababa en el más completo fracaso, y Edgar se volvió a Baltimore y a la miseria.
El año 1833 y gran parte del siguiente fueron tiempos de penoso trabajo en la más horrible miseria. Poe era ya conocido por los círculos cultivados de Baltimore, y su cuento vencedor, Manuscrito hallado en una botella, le valía no pocas admiraciones. A comienzos de 1834 le llegó la noticia de que Allan estaba moribundo y, sin pensarlo dos veces, se lanzó a una segunda e insensata visita a «su» casa. Rechazando al mayordomo, que debía de tener instrucciones de no dejarlo entrar, voló escaleras arriba para detenerse en la puerta de habitación donde John Allan, paralizado por la hidropesía, leía el diario en un sillón. Al verlo, el enfermo fue presa de un acceso de furor, y se enderezó bastón en mano profiriendo terribles insultos. Los sirvientes acudieron y echaron a la calle a Edgar. En Baltimore, poco después, se enteró de la muerte de Allan. Éste no le dejó ni un centavo de su enorme fortuna. Digamos de él que, si Edgar hubiera seguido alguno de los sólidos caminos profesionales o comerciales que su protector le proponía, nada hace dudar de que Allan lo hubiera ayudado hasta el fin. Edgar tuvo plena razón en seguir su camino, y por su parte Allan no puede ser culpado más allá de lo razonable. Su verdadera falta no fue tanto no «entender» a Edgar, sino mostrarse deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en acorralarlo y dominarlo. Al fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta en todos los terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de Pirro para no desesperar en primer término al vencedor.
En marzo de 1835, en plena fiebre creadora, Edgar carecía de un traje como para poder aceptar una invitación a comer. Así tuvo que escribirlo, avergonzado, a un bondadoso caballero que buscaba ayudarlo literariamente. La honradez de aquella confesión vino en Es sabido que el psicoanálisis aplicado a los relatos de Poe proporciona sorprendentes resultados en este terreno. Véase el libro de Marie Bonaparte, y, en un plano meramente deductivo, el de Joseph Wood Krutch. ayuda. Su anfitrión lo vinculó de inmediato con el Southern Literary Messenger, una revista de Richmond. Allí apareció Berenice, y meses más tarde Edgar regresaría, una vez más, a «su» ciudad virginiana para incorporarse a la redacción de la revista y asumir su primer empleo estable. Pero, entretanto, la mala salud se había manifestado inequívocamente. Hay testimonios de que en el período de Baltimore, Edgar tomó opio (en forma de láudano, como De Quincey y Coleridge). Su corazón no andaba bien y necesitaba; el opio, que le había dictado tanto de Berenice y que le dictaría muchos otros cuentos, lo ayudaba a reaccionar. Su llegada a Richmond significó un resurgimiento momentáneo, la posibilidad de publicar sus trabajos y, sobre todo, de ganar algún dinero, ayudar a «Muddie» y a «Sis», que esperaban en Baltimore. Los habitantes de Richmond que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta fama, encontraban ahora a un hombre prematuramente envejecido a los veintiséis años. La madurez física le sentaba bien a Edgar.
Afirmada su fama de crítico, los círculos literarios del norte, para quienes el sur no había significado jamás nada importante en el orden intelectual, se mostraban tan ofendidos como furiosos contra aquel «Mr. Poe» que osaba denunciar sus cliques, sus bombos, y desollaba vivos a sus malos escritores y poetas, sin importársele un ardite de la reacción que provocaba. Más se hubieran irritado de saber que Edgar acariciaba cada vez con mayores deseos la posibilidad de abandonar el campo demasiado estrecho de Virginia y probar su suerte en Filadelfia o Nueva York, los grandes centros de las letras norteamericanas. Su alejamiento del Messenger se vio precipitado por las deudas, el descontento del director y las continuas ausencias provocadas por el aplastante efecto que en él provocaba la bebida. El Messenger lamentó sinceramente prescindir de Poe, cuya pluma había octuplicado su tirada en pocos meses.
Edgar y los suyos se instalaron precariamente en Nueva York, en un pésimo momento para encontrar trabajo a causa de la gran depresión económica que caracterizó la presidencia de Jackson. Este intervalo de forzosa holganza fue, como siempre, benéfico para Edgar desde el punto de vista literario. Libre de reseñas y comentarios periodísticos, pudo consagrarse de lleno a la creación y escribió una nueva serie de cuentos; logró asimismo que Gordon Pym se publicara en volumen, aunque la obra fue un fracaso de ventas. Pronto se vio que Nueva York no ofrecía un panorama favorable y que lo mejor era repetir la tentativa en Filadelfia, el primer centro editorial y literario de Estados Unidos a esa altura del siglo. A mediados de 1838 hallamos a Edgar y a los suyos pobremente instalados en una casa de pensión de Filadelfia. La mejor prueba de la situación por la que pasaban la da el hecho de que Edgar se prestó a publicar bajo su nombre un libro de texto sobre conquiliología, que no pasaba de ser la refundición de un libro inglés sobre la materia y que preparó un especialista con la ayuda de Poe.
Más tarde ese libro le trajo un sinfín de disgustos, pues lo acusaron de plagio, a lo cual habría de contestar airadamente que todos los textos de la época se escribían aprovechando materiales de otros libros. Lo cual no era una novedad ni entonces ni hoy en día, pero resultaba un débil argumento para un denunciador de plagios tan encarnizado como él.
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