
Descubriendo a Edgar Allan Poe (Parte 2)
- Escrito por JT Espínola
- On 28 junio, 2018
Madurez
En 1838 aparecerá el cuento que Poe prefería, Ligeia. Al año siguiente nacerá otro aún más extraordinario, La caída de la casa Usher, en el que los elementos autobiográficos abundan y son fácilmente discernibles, pero donde, sobre todo, se revela —después del anuncio de Berenice y el estallido terrible de Ligeia— el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe, así como la presencia del opio. Por el momento, la suerte parecía inclinarse de su lado, pues ingresó como asesor literario en el Burton’s Magazine. Por ese entonces le obsesionaba la idea de llegar a tener una revista propia, con la cual realizar sus ideales en materia de crítica y creación. Como no podía financiarla (aunque el sueño lo persiguió hasta el fin), aceptó colaborar en el Burton’s con un sueldo mezquino pero amplia libertad de opinión. La revista era de ínfima categoría; bastó que Edgar entrara en ella para ponerla a la cabeza de las de su tiempo en originalidad y audacia. Aquel trabajo le permitió al fin mejorar la situación de Virginia y su madre. Aunque se separó por un tiempo del Burton’s, pudo trasladar su pequeña familia a una casa más agradable, la primera casa digna desde los días de Richmond. Estaba situada en los aledaños de la ciudad, casi en el campo, y Edgar recorría diariamente varias millas a pie para acudir al centro
En diciembre de 1839 apareció otro volumen, donde se reunían los relatos publicados en su casi totalidad en revistas; el libro se titulaba Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Aquella época había sido intensa, bien vivida, y de ella emergía Edgar con algunas de sus obras en prosa más admirables. Pero la poesía estaba descuidada. «Razones al margen de mi voluntad me han impedido en todo momento esforzarme seriamente por algo qué, en circunstancias más felices, hubiera sido mi terreno predilecto», habría de escribir en los tiempos de El cuervo. Un cuento podía nacer al despertar de una de sus frecuentes «pesadillas diurnas»; un poema, tal como Edgar entendía su génesis y su composición, exigía una serenidad interior que le estaba vedada. En eso, más que en otra cosa, hay que buscar el motivo de la desproporción entre su poesía y su obra en prosa.
En junio de 1840, Edgar se separó definitivamente del Burton’s Magazine por razones de incompatibilidad asaz complejas. Pero la refundición de esta revista con otra, bajo el nombre de Graham’s Magazine, le permitió, después de un período penoso y oscuro, en el que estuvo enfermo (se sabe de un colapso nervioso), reanudar su trabajo como director literario, en condiciones más ventajosas. Poe especificó ante Graham, propietario del Magazine, que no había abandonado el proyecto de fundar una revista propia, y que llegado el momento renunciaría a su puesto. Su empleador no tuvo motivos para lamentar el aporte que Edgar trajo al Graham’s, y que puede calificarse de sensacional. Cuando tomó la dirección había apenas cinco mil suscriptores; al irse dejó cuarenta mil… Y esto entre febrero de 1841 y abril del año siguiente. Edgar ganaba un sueldo mezquino, aunque Graham se mostraba generoso en otros sentidos y admiraba su talento y su técnica periodística. Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido colaboraciones), el trabajo en el despacho del Graham’s debía resultar mortificante. A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: «Acuñar moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece
la tarea mas dura de este mundo..
Entretanto, había que ganar esos pocos dólares, y ganarlos bien. Edgar atravesaba por una época brillantísima. Se ha dicho que inició la serie de sus «cuentos analíticos» para desvirtuar las críticas de quienes lo acusaban de dedicarse solamente a lo mórbido. Lo único seguro es que este cambio de técnica, más que de tema, prueba la amplitud y la gama de su talento y la perfecta coherencia intelectual que poseyó siempre, y de la que Eureka habría de ser la prueba final y dramática. Los crímenes de la calle Morgue pone en escena al chevalier C. Auguste Dupin, ese alter ego de Poe, expresión de su egotismo cada día más intenso, de su sed de infalibilidad y superioridad que tantas simpatías le enajenaba entre los mediocres. Tras él apareció El misterio de Marie Rogêt, sagaz análisis de un asesinato que apasionaba entonces a los amigos de un género considerado años atrás por De Quincey como una de las bellas artes. Pero el lado macabro y mórbido corría paralelo al frío análisis, y Poe no renunciaba a los detalles espeluznantes, al clima congénito de sus primeros cuentos.
Este período creador se vio trágicamente interrumpido. A fines de enero de 1842, Poe y los suyos tomaban el té en su casa, en compañía de algunos amigos. Virginia, que había aprendido a acompañarse en el arpa, cantaba con gracia infantil las melodías que más le gustaban a «Eddie». Súbitamente, su voz se cortó en una nota aguda, mientras la sangre manaba de su boca. La tuberculosis se reveló brutalmente en una hemoptisis inequívoca, a la que seguirían otras muchas. Para Edgar, la enfermedad de su mujer fue la más horrible tragedia de su vida. La sintió morir, la sintió perdida y se sintió perdido él también. ¿De qué fuerzas espantosas se defendía junto a «Sis»? Desde ese momento, sus rasgos anormales empiezan a mostrarse desnudamente. Bebió, con los resultados sabidos. Su corazón fallaba, ingería alcohol para estimularse, y el resto era un infierno que duraba días. Graham se vio precisado a llamar a otro escritor para que llenara los frecuentes vacíos de Poe en la revista. Ese escritor era el reverendo Griswold, de ambigua memoria en los anales poseíamos.
En aquellos días el estribillo de El cuervo empezó a hostigarlo. Poco a poco, el poema nacía, larval, indeciso, sujeto a mil revisiones. Cuando Edgar se sentía bien, iba a trabajar al Graham’s o a llevar artículos. Un día, al entrar, vio a Griswold instalado en su despacho. Se sabe que giró en redondo y que no volvió más. Y hacia julio de 1842, perdido por completo el dominio de sí mismo, hizo un viaje fantasmal de Filadelfia a Nueva York, obsesionado por el recuerdo de Mary Devereaux, la muchacha a cuyo tío había dado de latigazos. Mary estaba casada, y Edgar parecía absurdamente deseoso de averiguar si amaba o no a su marido. Después de cruzar y recruzar el río en ferryboat, preguntando a todo el mundo por el domicilio de Mary, llegó por fin a su casa e hizo una terrible escena. Luego se quedó a tomar el té (uno imagina las caras de Mary y su hermana, a quienes les tocó recibirlo a la fuerza, pues se había metido en la casa en su ausencia), y por fin se marchó, no sin antes desmenuzar con un cuchillo algunos rábanos y exigir que Mary cantara su melodía favorita. Pasaron varios días hasta que Mrs. Clemm, desesperada, logró la ayuda de vecinos bondadosos, que encontraron a Edgar mientras vagaba por los bosques próximos a Jersey City, perdida, momentáneamente, toda razón.
En una carta, Poe se defendió alguna vez de las acusaciones que le hacían, señalando que el mundo sólo lo veía en los momentos de locura, pero que ignoraba sus largos períodos de vida sana y laboriosa. Esto no es hipócrita y, sobre todo, es cierto. No todos los críticos de Poe han sabido estimar la enorme acumulación de lecturas de que fue capaz, su voluminosa correspondencia y, sobre todo, el bulto de su obra en prosa, cuentos, ensayos y reseñas. Pero, como él lo señala, dos días de embriaguez pública lo volvían mucho más notorio que un mes de trabajo continuo. La cosa no puede extrañar, naturalmente; tampoco extrañará que Poe, sabiendo que las consecuencias eran menos sórdidas, volviera siempre que podía al opio para olvidarse de la miseria, para salirse del mundo con más dignidad por algunas horas.
Durante un breve período, la amistad de escritores y críticos importantes y su propio optimismo, casi siempre mal fundado, hicieron creer a Poe que su revista alcanzaría a materializarse. Terminó por encontrar a un caballero dispuesto a financiarla, y entonces sus amigos de Washington lo llamaron a la capital, a fin de que pronunciara una conferencia, recogiera suscripciones a la revista y fuera presentado en la Casa Blanca, de donde, sin duda, saldría con un nombramiento capaz de ponerlo al abrigo de la miseria. Duele pensar que todo ello pudo ocurrir exactamente así, y que Edgar tuvo la culpa de que no ocurriera. Al llegar a Washington aceptó unas copas de oporto, y el resto fue lo de siempre. Sus amigos no pudieron hacer nada por un hombre que insistía en presentarse ante el presidente de los Estados Unidos con la capa negra puesta del revés, y que recorría las calles querellándose con todo el mundo. Hubo que meterlo en un tren de vuelta, y la peor consecuencia fue que el caballero que pensaba financiar la revista se atemorizó muy explicablemente y no quiso volver a oír hablar del asunto. Edgar enfrentó el doble peso del remordimiento (que lo hundía en la desesperación durante semanas enteras) y la miseria, frente a la cual Mrs. Clemm debía acudir a los más tristes recursos para mantener a la familia. Pero aquel año aciago debía hacerle subir otro peldaño de la fama. En junio, Edgar ganó el premio instituido por el Dollar Newspaper para el mejor relato en prosa. Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era El escarabajo de oro, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y el misterio.
A fines de año encontramos a Edgar pronunciando una conferencia sobre poesía y poetas. Poco público, poco dinero. Su período de Filadelfia terminaba tristemente después de haber estado a punto de llevarlo a una fama definitiva. Dejaba muchos amigos fieles, pero una gran cantidad de enemigos: los autores maltratados en sus reseñas, los envidiosos profesionales, los Griswold, y también tantos que tenían fundados motivos de agravio contra él. Los comienzos de 1844 son oscuros, y lo más interesante consiste en la aparición del Cuento de las Montañas Escabrosas, relato digno de los mejores. Pero ya nada quedaba por hacer en Filadelfia y era preferible intentar otra cosa en Nueva York. Tan pobres estaban los Poe que Edgar partió con Virginia, dejando a «Muddie» en una casa de pensión a la espera de que aquél reuniera los dólares suficientes para mandarla llamar. En abril de 1844 la pareja llegaba a Nueva York y otra vez se abría un interludio favorable, estrepitosamente saludado por El camelo del globo. El título del relato dice bien de lo que se trataba. Edgar lo vendió al New York Sun, que publicó una edición especial anunciando que un globo tripulado por ingleses acababa de cruzar el Atlántico. La noticia provocó una conmoción extraordinaria y la muchedumbre se agolpó frente al periódico. No lejos de ahí, quizá en algún balcón, un caballero de aire grave, vestido de negro, debió de contemplar la escena con una sonrisa indefiniblemente irónica. Pero ahora «Muddie» podía reunirse con él.
El período de Nueva York señala el resurgimiento del poeta en Edgar, a quien el tema de El cuervo seguía obsesionando de continuo. El poema habría de adquirir pronto forma definitiva, y las circunstancias fueron por una vez favorables. El calor del verano hacía daño a la desfalleciente Virginia, y Edgar buscó, reuniendo dinero con su trabajo periodístico, algún lugar en las afueras de Nueva York donde pasar los meses de estío. Lo encontró en una granja de Bloomingdale, que habría de convertirse para los Poe en un pequeño y efímero paraíso. Allí había aire puro, praderas, alimento en abundancia, hasta alegría. Edgar halló un poco de paz lejos de Nueva York y su mundo inconciliable con el suyo. El famoso busto de Palas inmortalizado en El cuervo, estaba sobre una puerta interior de la casa. Edgar empezó a escribir regularmente, y los cuentos y artículos se sucedían y hasta se publicaban en seguida, porque el nombre del autor bastaba para interesar a los lectores de todo el país. El entierro prematuro, mezcla de crónica y cuento, fue escrito en el «perfecto cielo» de Bloomingdale y prueba la ambivalencia invariable de la mente de Poe; es uno de sus relatos más mórbidos y angustiosos, lleno de una malsana fascinación por los horrores de la tumba, que el pretexto del tema disfraza malamente.
El cuervo alcanzó aquel verano su versión casi definitiva —pues los retoques de Edgar a sus poemas eran infinitos y se multiplicaban en tas diferentes publicaciones de cada uno—. El autor lo leyó a muchos amigos, y hay anécdotas que lo muestran recitando el poema y pidiendo luego la opinión de los presentes, con vistas a posibles cambios. Todo ello está muy lejos de su propia versión en el ensayo titulado Filosofía de la composición, aunque éste pueda estar más cerca de la verdad de lo que se suele creer. Que el poema pasó por diversos «estados» es cierto; pero la estructura central, a la que se alude en el ensayo, pudo nacer de un proceso lógico (poéticamente lógico, mejor, y todo poeta sabe que no hay contradicción en los términos) como el que se describe en el ensayo.
Se acercaba el invierno y había que volver a Nueva York, donde Poe acababa de obtener un modesto empleo en el flamante Evening Mirror. El año 1845 —Edgar tenía treinta y seis años— se abrió con su amistosa separación del Mirror y su ingreso en el Broadway Journal. De pronto, inesperadamente para todos, pero quizá no para él, la fama habría de difundir su nombre más allá de las fronteras de su patria y convertido en el hombre del día. Hábilmente preparada por Poe y sus amigos, la publicación de El cuervo conmovió los círculos literarios y todas las capas sociales, hasta un punto que actualmente resulta difícil imaginar. La misteriosa magia del poema, su oscuro llamado, el nombre del autor, satánicamente aureolado con una «leyenda negra», se confabularon para hacer de El cuervo la imagen misma del romanticismo en Norteamérica, y una de las instancias más memorables de la poesía de todos los tiempos. Las puertas de los salones literarios se abrieron inmediatamente para Poe. El público acudía a sus conferencias con el deseo de oírle recitar El cuervo —experiencia memorable para muchos oyentes y de la cual quedan testimonios inequívocos—. Las damas, sobre todo, estaban fascinadas oyéndolo hablar.
Poe había prometido un nuevo poema; leyó, en cambio, Al Aaraaf, obra de adolescencia, no sólo por debajo de su genio, sino la menos indicada para el recitado. La crítica se mostró severa y él pretendió que lo había hecho ex profeso para vengarse de los bostonianos, del «estanque de las ranas» literarias que detestaba. A fin de año, el Broadway Journal dejó de aparecer y Edgar se encontró otra vez perdido. Si 1845 marca su momento más alto en la fama, es también el comienzo de una caída proporcionalmente acelerada. Por un tiempo, empero, brillará como las estrellas apagadas hace mucho. A lo largo de 1846 va a circular activamente entre los literati, como se llamaba a las marisabidillas y escritores más conocidos de Nueva York. Aquel mundo era harto mezquino y mediocre, con honrosas excepciones. Las damas se reunían a leer poemas, propios y ajenos, e intrigaban entre sonrisas y cumplidos, procurando críticas favorables de los colaboradores de las revistas literarias. Edgar, que los conocía perfectamente a todos, decidió un día ocuparse de ellos.
Los Poe seguían mudándose de casa una y otra vez, hasta que, en mayo de 1846, buscando aire puro para la moribunda Virginia, dieron con un cottage en Fordham, en las afueras de la ciudad. Edgar debió de refugiarse en él como un animal acosado. Las semanas anteriores habían sido horribles. Querellas (una de las cuales acabó a golpes), acusaciones, deudas apremiantes y el alcohol y el láudano como vanos paliativos. Mrs. Osgood se había apartado de la escena. Virginia se moría y faltaba el dinero. La única carta que se conserva de Poe a su mujer tiene acentos desgarradores: «Mi corazón, mi querida Virginia, nuestra madre te explicará por qué no vuelvo esta noche. Confío en que la entrevista que debo sostener será beneficiosa para nosotros… Hubiera perdido yo todo coraje si no fuera por ti, mi mujercita querida… Eres mi mayor y mi único estímulo ahora para batallar contra esta vida inconciliable, insatisfactoria e ingrata… Que duermas bien y que Dios te dé un agradable verano junto a tu devoto Edgar.» Virginia se moría. Edgar la sabía muerta, y así nació Annabel Lee, que es la visión poética de su vida junto a ella. Yo era un niño y ella una niña, en un reino a orillas del mar…
El verano y el otoño pasaron sin que encontraran tranquilidad. Su fama traía numerosos visitantes al placentero cottage, y de ellos quedan testimonios de ternura, la delicadeza de Edgar para con Virginia y de los esfuerzos de «Muddie» para darles de comer. Con el invierno la situación se volvió desesperada. Los círculos literarios de Nueva York supieron lo que ocurría, y la muerte inminente de Virginia ablandó muchos corazones que, de tratarse sólo de Poe, no se hubieran mostrado tan accesibles. La mejor amiga en ese trance fue Marie Louise Shew, vinculada indirectamente a los literati, mujer sensible y sensata a la vez. Herido en su orgullo, Poe debió de rebelarse al comienzo; luego tuvo que aceptar los socorros y Virginia recibió lo indispensable para no pasar frío y hambre. Murió a fines de enero de 1847. Los amigos recordaban cómo Poe siguió el cortejo envuelto en su vieja capa de cadete, que durante meses había sido el único abrigo de la cama de Virginia.
Después de semanas de semiinconsciencia y delirio, volvió a despertar frente a ese mundo en el que faltaba Virginia. Y su conducta desde entonces es la del que ha perdido su escudo y ataca, desesperado, para compensar de alguna manera su desnudez, su misteriosa vulnerabilidad.
Final
Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar temía la oscuridad, que no podía dormir, que «Muddie» debía quedarse horas a su lado, teniéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los ojos. «Todavía no, Muddie, todavía no…». Pero de día se puede pensar con ayuda de la luz, y Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones intelectuales. De ellas va a nacer Eureka, así como del fondo de la noche, del balbuceo mismo del terror, rezumará la maravilla de Ulalume.
El año 1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a una adoración por completo espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que Las campanas nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe, sus imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus aventuras. Mrs. Shew admiraba el genio de Edgar y tenía una profunda estima por el hombre. Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a comprometerla, se alejó apenada, como lo había hecho Frances Osgood. Y entonces entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su primer amor de adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda, pertenecía a los literati y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de aquéllos.
Quien quiera asomarse al Poe de esos días deberá leer la correspondencia enviada desde ese momento a Helen, a Annie, a algunos amigos; la miseria, la inquietud, una angustia que la promesa de Helen no alcanza a borrar —se diría que todo lo contrario—, configuran el clima indefinible de las pesadillas. Edgar sabía que los literati batallaban para disuadir a Helen y que la madre de ésta temblaba por las consecuencias del matrimonio. Le disgustó profundamente que en la redacción del contrato de bodas los escasos bienes de Mrs. Whitman fueran puestos deliberadamente a salvo de su alcance, como si le creyeran un aventurero. En vísperas de la boda pronunció una conferencia que fue aplaudida con entusiasmo, pero simultáneamente Helen se enteró de las visitas de Edgar a casa de Annie y de los rumores, por lo demás perfectamente falsos, que circulaban al respecto. Edgar había bebido con unos amigos, aunque sin embriagarse. Todo ello provocó a último momento la negativa de Helen. Edgar suplicó en vano. Ella volvió a decirle que le amaba, pero se mantuvo firme, y el poeta retornó a Fordham en un infierno de desesperación.
Quizá este mismo infierno le ayudó a levantarse una vez más, la última. Asqueado por los rumores, la maledicencia, la sociedad de los literati y sus mezquinas querellas, se encerró en el cottage con Mrs. Clemm y luchó con los restos de su energía para salir adelante, editar, por fin, su nunca olvidada revista y reanudar el trabajo creador. De enero a junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un poema, Para Annie, en el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez. Un admirador le escribió entonces ofreciéndose a financiar la revista que tanto había deseado. Era la última oportunidad de su vida, era la última carta. Pero Edgar, como Pushkin, perdía siempre en el juego y también perdió esta vez. El final comprende dos terribles etapas con un interludio amoroso.
En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a su ciudad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, como no fuera movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre «Muddie», que no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamó desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en toda su fuerza. Estaba convencido de que «Muddie» había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero el «fantasma» de Virginia lo había detenido… La alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar.
Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo.
La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones. El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela. Ni «Muddie», ni Annie, ni Elmira estuvieron junto a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: «No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo.» Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. «Que Dios ayude a mi pobre alma», fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas.
La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.
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