
La miel es más dulce que la sangre. Capítulo 2
- Escrito por JT Espínola
- On 5 diciembre, 2016
Carlos llegó a Madrid con dos horas de retraso, quedamos para cenar en mi nueva casa, solo estaría el fin de semana. Su viaje relámpago desde Menorca le tendría tres días en la capital para firmar unas escrituras de una propiedad familiar. El lunes por la tarde se iría otra vez de mi vida. En el mensaje que recibí en el móvil, me emplazaba para las nueve de la noche del viernes. Como siempre se expresaba amable y tierno. Ese era Carlos. Dulce, comprensivo, atento, pero el destino seguro que le tenía reservado alguien mucho mejor que yo, una vanidosa y engreída periodista, dispuesta a dejarlo todo por él. Me entusiasmaba la idea de volver a verle, y de poder seguir siendo algo más que amigos. Su amistad era importante para mí, y lo valoraba. Aunque eran otras cualidades las que esperaba de él. Así nos insinuábamos la última vez por mail, anunciándome su llegada a la capital y a mis labios.
Decidí preparar una cena a la altura de las circunstancias, aunque mis dotes de cocinera urbana cada vez se encontraran más oxidados. Mis horarios nocturnos en el periódico, y solo tener que cocinar para “Ron”, hacían que acumulase ofertas de comida rápida a domicilio, siendo las asiáticas mis preferidas. Prepararía un cocktail de marisco, unas berenjenas rellenas con carne picada y salsa de tomate, y unos solomillos con salsa de manzana que me salían exquisitos. Esperaba que fueran del gusto de Carlos. Le debía una cálida bienvenida y una disculpa, mientras cocinaba ensayaba el discurso que alguna vez intenté decirle en persona, pero que nunca me atreví a pronunciar. Manteníamos contacto telefónico y por mail, de semanas en semanas, y alguna vez pasaba algún mes. Fue él, el que insistió que no dejara de tener contacto con él, y que jamás perdería la esperanza.
Mientras cocinaba “Ron” se relamía. La cena estaba lista. Mi juguetona mascota era la que velaba mis sueños desde hacía un año, un precioso Golden Retrevier, que adopté de mi hermana pequeña, Nuria, al marcharse a Edimburgo a trabajar en ambicioso proyecto editorial, con su nuevo novio cincuentón forrado. Ella sí que lo hacía bien, siempre los buscaba maduritos y sin crisis financiera. Éramos totalmente distintas, pero la adoraba. Al pequeño “Ron” no tuve más remedio que buscarle una nueva casa en alquiler, en un céntrico ático de Madrid, cerca la Plaza de España, que mi hermanita se encargaba de sufragar desde que se beneficiaba a su nueva y mesopotámica adquisición. Era vomitivo. El verle con esa tripa ochomesina, esos dientes en rompan filas, y ese peluquín de perro atropellado, en unas idílicas fotos veraniegas por la Costa Azul. Sin duda mi hermana estaba anestesiada o incluso drogada,- pensé- para poder yacer con tan semejante dinosaurio Rex. El Carpe Diem que abanderaba mi hermana como una corsaria negra, cada vez se superaba en años y en peor gusto. “C´est la vie mon seour”, era su argumento.
Decidí dar salida a un precioso conjunto de lencería de color turquesa que tenía reservado para otra persona, pero como se emborrachó se lo perdió. Me marcaba los pechos como a mí me gustaba, y el tanga a juego de hilo de cometa era espectacular, aunque era consciente que era lo primero que Carlos me quitaría. Me mantenía fiel a mis “principios“, nada de menores de veinticinco años, borrachos, estúpidos, y mini penes.
Me observaba delante del espejo, me gustaba lo que veía. Mis pechos seguían siendo perfectos, turgentes, y mis nalgas aún se mantenían duras a de mis treinta y ocho primaveras. Seguía siendo esbelta, de rizado cabello rubio, y todavía mi cuerpo estaba en consonancia con mi espíritu rebelde e inquieto. Me alisé el pelo, ricé las pestañas, y estrené nuevo carmín. Quería que la velada fuese especial e inolvidable en este reencuentro con Carlos. Mi blusa japonesa, mis ojos verdosos, y cuerpo preparado para el pecado esperaban encontrar lo que andaban buscando. Ser amada hasta el amanecer, sin preguntas incomodas que no necesitaran más repuesta que la de nuestros cuerpos sudorosos agitándose al unísono.
El telefonillo me sobresaltó. Como siempre Carlos era puntual, como un maldito gentleman inglés. Estaba igual de atractivo que la última vez que le ví, al traspasar el umbral de la puerta sin dejar de sonreír con su maravillosa dentadura blanqueada por láser. Su fragancia, su dentadura perfecta, su cabello largo y canoso eran lo que más me seducían, sin olvidar su mirada depredadora, que era la misma que yo recordaba. Me sentí desnuda por un instante, y los dos besos de cortesía al pasar, hicieron que un ligero escalofrío recorriera mi desangelado cuerpo. El último polvo que eché fue patético. Un irritante y pedante crítico de cine, más preocupado de su egocentrismo, y de su aburrida ultima crítica literaria sobre una película francesa de irrepetible título, que de hacerme gozar. A las pocas horas le invite amablemente a que con una eyaculación por su parte era más que suficiente, y que el derecho a desayuno, era para unos pocos elegidos. Au revoir!
– Hola, Eva… ¡Cuánto tiempo!. Estás estupenda… Querida, sigues siendo una Gran reserva del 1975…No has cambiado nada. Estás maravillosa, y guapa como siempre. Mis recuerdos no te hacen justicia. Hablando de vinos… He traído una botella de Sangre de Judas, el que tanto nos gustaba… Recuerdas?
– Claro que lo recuerdo, fueron buenos tiempos. Por ti sí que no pasa el tiempo. Anda… Pasa y dame un abrazo. Te echaba de menos.
– Hummm… No te acostumbres que los vendo caros.
Los dos nos fundimos en un fuerte y emotivo abrazo, al que no queríamos poner fin. No queríamos hacer desaparecer la magia que despertaban nuestros cuerpos, permaneciendo abrazados en el umbral de la puerta, mientras la luz de la escalera se apagó, y se encendió al instante. Alguien subía o bajaba.
Lo necesitábamos, yo seguramente más que él, al mirarle fijamente le pedía disculpas con la mirada, y las aceptó, haciéndomelo saber con un dulce y profundo beso en los labios. Sin dejar de besarnos, cerré la puerta con el pie, mientras Carlos asía con sus fornidas manos mis nalgas. Seguíamos besándonos como si la vida nos fuese en ello, y quisiéramos recuperar el tiempo perdido, y sin dejar de alimentar mis labios, me subió encima de la mesa del comedor, me desabrochó la blusa de corte japonés, dejando asomar mis pechos por encima del sujetador, con sutil destreza. Empezamos regalándonos el postre antes que la cena, degustando cada centímetro de nuestros incontrolables cuerpos. Nos entregamos como si aquella fuera una posible reconciliación, dejando rienda suelta a la pasión que para mí hacía tiempo que no recordaba. Nuestra pasión la continuamos en el pasillo, buscando la cama, y en el lecho, recordamos posturas, gestos y besos que sin duda añorábamos.
A las dos horas sugerí a Carlos que tendría que calentar de nuevo la cena, mientras se daba una rápida ducha reparadora. La batalla corporal había resultado plenamente satisfactoria, y así se lo hice saber, sonriente y despeinada. Minutos después Carlos estaba vestido, descorchando la botella de vino que sellara nuestra recuperada amistad, sirviéndome caballerosamente una copa, realizamos un bonito brindis por nosotros, por la vida, y por que el futuro incierto nos siguiera sorprendiendo, despeinando, con la misma pasión y amistad.
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