
La miel es más dulce que la sangre: Capítulo 5
- Escrito por JT Espínola
- On 6 febrero, 2017
Apenas pude dormir durante la noche al llegar del periódico. Me acosté, pero no fui capaz de conciliar el sueño. Pronto serian las ocho de la mañana. En el duermevela parecía soñar despierta. En mi cabeza estaban Buñuel, Lorca, y por su puesto el señor Dalí, “el padre de la criatura”. Allí estábamos todos, juntos, pero no revueltos. No faltaba nadie. En primera fila neuronal los tres artistas, “el bueno, el afeminado, y el surrealista”, explicándome, todo el fregado y líos que tenían entre ellos, e intentándome convencer que cada uno de ellos estaba en lo cierto. Al fondo, mi personaje misterioso, sin rostro, mostrándome un libro, que parecía ser importante. Sonó el móvil, y abrí los ojos.
Era Javier, quién me salvó de mis alucinaciones y paranoias. Quedamos a las 13 horas en mi casa, antes de ir al Museo del Prado. Al levantarme, otra vez Ron me había vuelto a esconder las zapatillas. Juré en Arameo que cualquier día de estos le cambiaría sus galletas preferidas por simples cookies, y le reduciría sus salidas nocturnas perrunas al parque. Se estaba convirtiendo en un perro demasiado consentido, lo más parecido a un niño bien peludo a cuatro patas, siempre intentando salirse con la suya. Javier no tardaría en venir, me quedaban diez minutos para una ducha rápida, y preparar una cafetera que devolviera al mundo de los vivos.
A su llegada, comentamos la conveniencia idear un plan minucioso e ir con cautela. No sabíamos con quién nos encontraríamos, y mucho menos sus intenciones. Podría no ir solo. Lo que si sabíamos, y comprobamos que la sala número 49 quedaba en el ala suroeste del museo, cercano a la salida de Velázquez, y que en ella se ubicaban cuadros de la Escuela Italiana. Rubens, Tiziano, veronés, entre los autores más relevantes. ¿Por qué me citaría en la sala número sesenta y cuatro expresamente, de las numerosas salas, que el museo tenía habilitadas?, ¿Tendría alguna relación con el cuadro de la nota?. Pero sin duda la pregunta que más me preocupaba, era porque yo, precisamente, era la destinataria de aquella nota, y más aún que su remitente me conociera. No dejaba de cavilar en aquellas pocas líneas para poder determinar su procedencia. La letra era elegante, cuidada, y dejaba entrever que su autor era una persona cultivada, y posiblemente perteneciente a una clase medio alta.
Entre las pautas que trazamos en nuestro improvisado plan, Javier se colocaría en la salida de la sala, con una mini cámara camuflada bajo una revista, y ataviado con una gorra roja y gafas de sol, para grabarlo todo. Estaría ojo avizor a cualquiera de mis movimientos, y si me hallara en peligro, no dudaría en acudir en mi ayuda, y avisar a las fuerzas de seguridad del museo. El tiempo apremiaba, las 13.25 marcaban en el reloj a modo de disco de vinilo, colgado en el salón, acudiríamos en coche a la cita, y convendría aparcar lo más cerca de la puerta de suroeste.
Javier no paraba de repetir una y otra vez, que si lográbamos descubrir al personaje misterioso, y encontrar algún indicio del cuadro, ganaríamos el Putlizer, y que nos convertiríamos en los putos amos del periódico. Estaba tan entusiasmado como yo asustada, aunque la procesión fuera por dentro. Podríamos estar cubriendo una de las noticas mas interesantes de mis años en la redacción del “Madrid no duerme”, pero lo que más me intrigaba, era porque nos citaba en la sala 49, perteneciente a la Escuela Italiana del Siglo XV, donde los retratos de Carlos V, y Felipe II, era las obras maestras, más relevantes de este habitáculo del Museo del Prado.
Este inesperado acontecimiento precipitó en mi memoria reminiscencias e imágenes de mis estudios en Bellas Artes en la Universidad de Granada, antes de licenciarme en periodismo. Nunca pensé que el Arte alojara en mí un efecto catalizador y depurador, de una adolescencia un tanto alocada. Al acudir una tarde de Mayo a la Alhambra se despertó en mí un inusitado interés en conocer al detalle la procedencia de tanta belleza, aún recuerdo el olor a jazmín en el Patio de los Leones, y esa sensación de querer poder retroceder en el tiempo, y poder ver con exactitud todo lo que transcurría en aquel periodo de la historia. De niña soñaba con cuentos de princesas como el de las Mil y Una Noches, con grandes fortalezas y palacios como el de Granada, donde era la reina de un gran ejército, en busca de un príncipe, que me amara y quisiera gobernar a mi lado.
Mi pasión por el Arte y la historia tuvo su cenit en una reunión de amigos de Granada, donde borrachos como cubas, decidimos hacer un viaje a Egipto que nos marcó a todos para el resto de nuestras vidas. Aún lo recuerdo como si fuera ayer. Un viaje que alimento lo más profundo de mi alma, y donde mi corazón fue entregado al ser hecho hombre, más maravilloso que jamás conocí. En ese viaje conocí y me enamoré de Diego.
El “sartenes”, “Isi”, “El tortuga”, y “Mary”, eran algunos de los colegas de la pandilla de Granada, con los que tuve la suerte de disfrutar de este purificador viaje. Para todos hubo un antes y un después. Yo inicie mi vida con Diego, en un pequeño barrio al lado del Albaicín, con apenas 23 años, y sin un céntimo, nos juramos amor eterno, y que siempre nos tendríamos el uno al otro. No cumplió su promesa. El resto seguían acudiendo fieles a los conciertos en directo de los viernes y sábados del bar “Tókala Sam” del hermano del “Isi”, donde no parábamos de saltar, cantar y gritar todos aquellos “temacos” como decía Mary, de grupos alternativos noveles, que hacían las delicias del personal, con versiones de Antonio Vega, Los Ramones, Barricada y otros muchos grupos españoles de los Años Ochenta. Fueron los mejores años de mi vida, y aunque sigo manteniendo el contacto con algunos de ellos, los echo de menos. Sé que están bien, y que siguen siendo felices oyendo su música, nuestra música.
Faltaban 10 minutos. Era casi la hora, y no encontrábamos aparcamiento. Teníamos que improvisar. Javier intentaría aparcar, y nos veríamos dentro. Me dejó en la puerta, todo saldría bien. No tenía miedo. Bueno, sí. Pánico.
La muchedumbre internacional formaba una cola multicolor, donde destacaban gorras, y cámaras de fotos colgadas tras cuerpos con ojos rasgados. Parecían clones de un ejército cuya misión era inmortalizarlo todo, con el riesgo de perder sus vidas en el intento, sino volvían con las mejores instantáneas. La puerta de Velazquez estaba cerca, pero la cola era demasiado grande como para respetarla civilizadamente, sino quería llegar tarde, y enojar a mi misterioso personaje. No podía llegar tarde. Esperaba que mi cara angelical y mi acreditación hicieran su trabajo.
Me costó convencer al guardia de seguridad, pero lo logré. Mis dotes seductoras estaban perdiendo enteros, y sin duda debería renovar la foto de mi acreditación que no me hacía justicia. La foto era horrible. Estaba dentro. Quedaban cinco minutos y no había tiempo que perder, la sala 49 quedaba en el centro del ala Suroeste, flanqueada por salas de la Escuela Flamenca, Alemana y francesa. A la derecha según avanzaba un aseo, de los 8 que disponía el museo, 4 en la planta baja que nos encontrábamos, y otros 4 en la sala principal o superior. Entré en la sala.
El gentío colapsaba ligeramente los accesos a la sala, teniendo que formar una pequeña cola, antes poder acceder con comodidad a la misma. Como si de una procesión se tratara, el silencio y el respeto, solo era roto por ligeros murmullos cercanos a las obras, objeto de los comentarios de los visitantes. A pocos metros de mi peregrinación, me detuve impresionada en un cuadro, que me transmitió grandes recuerdos, no pude evitar que mi vello se erizase, y corriera por mi cuerpo un pequeño escalofrío de emoción. Lo observe un instante, y decidí leer el pie explicativo sobre el lienzo: “Adán y Eva”. Tiziano, Vecellio di Gregorio, 1550. Adán sentado, trata de impedir que Eva tome la manzana del árbol prohibido ofrecida por la serpiente. La escena está basada en la narración del Antiguo Testamento (Génesis 3, 1-6), sobre la caída del hombre cuando, tras incumplir los mandatos de Dios, Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso. Aparecen animales y figuras antropomórficas que simbolizan el mal, como la serpiente y el zorro, o el niño-serpiente que ofrece la manzana”.
Al levantar la vista y observar detenidamente el cuadro, trate de evitar romper a llorar, ahora no, me repetía una y otra vez ahora no, tengo un trabajo que hacer, y no lo puedo hacer esperar. Era uno de los lienzos preferidos de Diego. Compartíamos muchas cosas, y el amor por el Arte era una de ellas. Amábamos la creatividad por encima de todas las cosas. Eran frecuentes nuestras visitas al Museo algunos domingos por la mañana, nos gustaba reciclarnos, recordar, y visitar innumerables obras, que para nosotros tenían algo, eran bellas o singulares. Nuestro amor también parecía plasmarse en un lienzo, y esta pasión nos reconfortaba el alma.
Con los ojos vidriosos levante la vista del óleo, y caminé hacia el centro de la sala. Miré con tranquilidad en busca de un gesto, de una señal, de alguien que decía conocerme, y que para mi desgracia, yo no podía ponerle rostro, entre tanta muchedumbre. En un primer contacto visual, eliminé a todos los pequeños grupos que se acumulaban alrededor de las obras, personas de nacionalidades muy diferentes a la mía, niponas, suecas, y algún visitante septuagenario.
No, reconocía a nadie, y nada parecía pasar, nadie se acercaba a mí. Al mirar mi reloj de muñeca, la hora excedía en casi cinco minutos. ¿Habría sido objeto de una broma pesada?, ¿Qué veracidad podría encontrar en una nota anónima sin remitente?. Estas cuestiones, y algunas más desagradables, acampaban en mi cabeza. En ese instante, observé que Javier entró en la sala, por fin había podido aparcar, me sentí mas aliviada al contar con la presencia de mi compañero, que como habíamos acordado, se ubico en un extremo de la sala, periódico en ristre, y con una pequeña mini cámara camuflada, para obtener un documento grafico de todo lo que pasara.
Por inercia deje el centro de la sala, para dirigirme hacia la esquina derecha, en espera de noticias, si es que realmente se producían. La comunicación visual con Javier era permanente, estaba atento a cualquier novedad. Mis pasos se detuvieron como si un imán se tratase, hacia otro lienzo de Tiziano, “El Emperador Carlos V a caballo en Mühlberg”, cuya leyenda a pie de lienzo decía, retrato ecuestre del emperador Carlos V (1500-1558) conmemorativo de la victoria en Mühlberg de las tropas imperiales sobre las protestantes. La aparente sencillez de la composición esconde una compleja simbología que muestra al Monarca en su doble condición de caballero cristiano y heredero de la tradición imperial romana. Ejemplo de ello es la lanza que sostiene el Emperador con su mano derecha y que siendo el símbolo del poder de los césares, también hace referencia al arma de San Jorge y a la lanza que portaba Longinos durante la Pasión de Cristo (soldado romano que clavó su lanza en el costado de Cristo y que a continuación se convirtió al cristianismo”.
Sin levantar los ojos del cuadro, noté una mano en mi hombro, y una voz que me susurró…
-Es una obra muy interesante. Excelente elección.
Mi cuerpo reaccionó como un resorte, al notar que un elemento extraño se apoyaba en mi hombro y al darme la vuelta no puede salir de mi asombro, claro que conocía esa cara, pero hacía muchos años, que no la había vuelto a ver. Era en mi etapa de estudiante de Bellas Artes, en la universidad de Granada… Era mi profesor de Teoría e Historia del Arte de I, como era su nombre…
-Veo que está usted muy sorprendida, y a lo mejor no se alegra tanto de verme, como supuse en mi nota. Disculpe mi anonimato, pero era absolutamente necesario. ¿Sabe quién soy, me recuerda? Yo a usted sí, era usted una de mis mejores alumnas…
– Claro… es… usted es D.M, perdón… Daniel Mux. Ahora le recuerdo. Esta usted muy cambiado, casi no le podía reconocer.
-Si Srta. Gutiérrez, Eva, si no recuerdo mal, los años no perdonan, y los problemas de salud se van acumulando, aunque veo que la vida a usted la sigue tratando muy bien. Si le parece, pasemos a tutearnos, ¿no le parece?. Dejémonos de formalismos.
-Bien… como us… como quiera-corregí rápidamente- Perdone que sea tan directa…¿Qué hago yo aquí?. ¿Para qué me ha hecho venir al museo?, ¿Por qué una nota anónima?.
– Es tan impaciente como la recordaba. Tendremos tiempo de resolver, todas sus preguntas, a su debido tiempo. ¿Qué le parece si vamos a otra sala? Puede decirle a su amigo el de la gorra roja, que nos siga, estará a salvo, no se preocupe.
– ¿A qué sala?, ¿Qué amigo? Que…
-Por favor señorita Gutiérrez… Lo de mentir nunca ha sido su fuerte, y anciano sí soy, pero no estúpido. Sígame quiero enseñarle algo. Por cierto, se está convirtiendo en una excelente periodista, felicidades por su trabajo. He leído varios artículos de su periódico, mi favorito es una crítica suya, como era… Así, ¿“Por qué lo llamamos necesidad si es puro comunismo”? Me gusto, tiene un estilo ácido e inteligente. Será sin duda una gran periodista, tiene un gran futuro por delante, se lo aseguro. Solo tiene que ser fiel a sí misma, como ha hecho siempre.
El catedrático Daniel Mux, era una de las eminencias del excelente profesorado que impartió clases durante mis años universitarios en la universidad Granada, sus clases eran amenas, pero cargadas de un gran contenido, y fue uno de los pilares básicos en mi formación. Le recordaba con cariño, aunque su exigencia en conocimientos rayaba lo inhumano. No podían faltar en sus exámenes el ochenta por ciento de las obras de los autores, que tocaban de analizar en comentario de texto, así como su detallada biografía. Su manera de puntuar no era precisamente ortodoxa. Los aprobados empezaban en el siete sobre diez, siendo el ocho notable, el nueve para un grupo reducidos de elegidos, y el diez, que era la perfección, no existía, y que si un día lo pusiese, sería a Dios. “Srta Gutiérrez, no me dé una de cal y otra de arena, quiero todas de cal, usted si puede” solía repetirme una y otra vez, o “Tiene que aprender a amar el Arte por encima de todas las cosas, y una vez que lo consiga, vivirá de otra manera”, “Cuando uno observa una obra maestra debe hacerla suya en su cabeza, en su corazón y en su alma, y si, lo logra, obtendrá diez minutos de inmensa felicidad”.
Aquel hombre que apenas reconocía por su singular aspecto acorvado, cejijunto, de pelo blanco, con pequeños ojos negros parapetados tras unas antiquísimas gafas de pasta negra, y apoyado en un elegante y bonito bastón, influyó muy positivamente en mi carrera, pero me resultaba muy extraño que un catedrático en Historia del Arte, quisiera volver a verme después de doce o trece años, en un museo, y sin más comunicación que una nota manuscrita, pudiendo utilizar el teléfono, buscar mi dirección de correo electrónico, o localizarme a la salida del periódico, o en mi domicilio. Sin duda, no quería que nadie, supiese de nuestro encuentro, y no solo la nota escondía algún secreto. Pero… ¿En qué podría serle yo útil a un catedrático en Historia del Arte?, y…¿Por qué me eligió a mí?.Toda esta batería de preguntas, y algunas que mandaba a la papelera de reciclaje de mi sustancia gris, me tenían en vilo. No paraba de darle vueltas al cuadro de la nota, “La miel es más dulce que la sangre”, “La miel es más dulce que la sangre”, y al “Robo del mago” de mi búsqueda en internet, y que tendría que ver yo con todo aquello. Parecía que la respuesta estaba delante de mis ojos y medía un metro y medio.
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